Peticiones del sanador
A esto, don Rafael del Potro le expuso:
—Si voy a estar de guardia y confinado a la salud
del Rey, necesito, como boticario, al destituido don Luis,
proveedor real, y, como ayuda, a Rebeca Sanadora, hija
de Judith Irquer, banquero real de Toledo, y conocedora
de remedios de las altas montañas, de aceites de pino, de
enebro, de hierbas de las piedras, de te de las rocas, de trementina,
de salvia, de hisopo, de agua de oso, de selpido,
de escabiosa y de aceite de abeto.
—Asimismo necesito el saber hacer de la alta botica
de un gran amigo mío, hombre de gran conocimiento
de hierbas y pócimas. Éste no es de nuestra religión, sino
que sólo cree en un Dios, Alá, aunque, para no ser expulsado,
su familia, se ha convertido a la fe de Cristo y es de
70
Qurduba. Se trata de un buen amigo y mejor conocedor
de la botica, con conocimientos de las Photekas de AlÁndalus
y Alejandría, que luego ha llegado a las escuelas
de traducción y de pro-médicas como la del monasterio
de Guadalupe. Su nombre es Al-Chid-vil y lo podréis
encontrar, si preguntáis por él, en el barrio cerca de la
puerta de Sevilla, en la judería de la ciudad del califato.
Regenta la fonda Bagdad y una botica muy cerca de allí.
Id en comisión en mi nombre y decidle que lo necesito
sin demora.
—Haré llegar vuestra orden y recado al secretario
real –respondió el lacayo.
Después de pasar ambos junto a las cocinas, se dirigieron
a una estancia aparte, donde don Rafael aprovechó
para comentarle al lacayo:
—Por último, se me han movido los humores de la
barriga, mi querido Miguel Ángelo. Presiento que, si he
de estar aquí encerrado y todo el día en espera, más de
una vez me pasará esto.
—Esto tiene fácil arreglo, mi señor –dijo el lacayo.
Sentaos. Ya veré qué puedo traer.
Al rato apareció con una jarra de Preble de Cerveza,
de la que tiene la guardia personal de la Reina, un
pan grande de trigo y unos cuencos de barro con jamón,
huevos fritos y friuras de ave, acompañados por otros de
tomate fresco con sal y olivas.
—Creo que esto os aliviará, mi señor –explicó el lacayo.
Don Rafael, entonces, invitó a su lacayo:
—Sentaos y almorzad conmigo, que tengo que hablaros.
Por cierto, no debemos abusar de las olivas, que sueltan
mucho el humor bilioso y empeoran vientos internos.
71
Tras probar alguna, continuaron hablando sobre qué
gran Reino era Hispania.
—Como sabéis –dijo don Rafael–, no podemos salir
de palacio ninguno de los dos y sólo estamos en este navío
los dos, para lo bueno y para lo malo, un sanador y un
pintor de Italia, metido a lacayo de palacio y ayo.
Don Rafael interrumpió su discurso un momento
diciendo:
—Excelente cerveza. Sabe más a cebada que la que
bebí y probé en Alejandría. Allí eran débiles y flojas. Ésta,
en cambio, tiene mucho carácter y amargura. En fin, Miguel
Ángelo, necesito comunicarme con los míos en la
Villa de Mayrit.
—No temáis, mi señor –respondió Miguel Ángelo.
Tengo contactos en las cocinas de palacio con un amancebado
al que le estoy enseñando el oficio. Es ya casi licenciado,
pero venido a menos por no tener la sangre
totalmente limpia. Es de fiar.
A don Rafael le salió gracia y luz en sus ojos tras oír eso.
—Cada tres noches –continuó el pintor lacayo–,
duerme una en la Villa, donde acude al taller de don Antonio
de Cantarranas, siendo mi discípulo y aprendiz. El
lugar está situado en un taller del Prado Alto, en la calle
de los Trinitarios, entre la carrera de San Jerónimo y cerca
también del camino de la Puerta de Alcalá. Éste, alguna
vez, se encarga de comprar y elegir verduras y carnes
en la Lonja Mayor para palacio. El próximo viernes, que
es mañana, después del almuerzo del mediodía, llevará
vuestra encomienda y recado.
—Debemos tener cuidado –advirtió don Rafael. He
observado y me lo ha comunicado el Rey que los ojos y
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oídos espías de la Reina están por todas partes. También
me ha dicho que es gran conocedora de artimañas, venenos
y accidentes, ayudada por su camarilla.
—No os preocupéis –respondió Miguel–, tengo estudiado
que han salido de viaje y me han dicho que hay
gran alivio por esto en cocinas de palacio. La Reina está
en los aposentos de verano, a casi una jornada de aquí
en carruaje. Él llevará la carta. Yo respondo con mi vida
y mis cuadros, si fallara. Decidme: ¿A dónde y cuándo
tiene que llevarla?
A esto, don Rafael del Potro le expuso:
—Si voy a estar de guardia y confinado a la salud
del Rey, necesito, como boticario, al destituido don Luis,
proveedor real, y, como ayuda, a Rebeca Sanadora, hija
de Judith Irquer, banquero real de Toledo, y conocedora
de remedios de las altas montañas, de aceites de pino, de
enebro, de hierbas de las piedras, de te de las rocas, de trementina,
de salvia, de hisopo, de agua de oso, de selpido,
de escabiosa y de aceite de abeto.
—Asimismo necesito el saber hacer de la alta botica
de un gran amigo mío, hombre de gran conocimiento
de hierbas y pócimas. Éste no es de nuestra religión, sino
que sólo cree en un Dios, Alá, aunque, para no ser expulsado,
su familia, se ha convertido a la fe de Cristo y es de
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Qurduba. Se trata de un buen amigo y mejor conocedor
de la botica, con conocimientos de las Photekas de AlÁndalus
y Alejandría, que luego ha llegado a las escuelas
de traducción y de pro-médicas como la del monasterio
de Guadalupe. Su nombre es Al-Chid-vil y lo podréis
encontrar, si preguntáis por él, en el barrio cerca de la
puerta de Sevilla, en la judería de la ciudad del califato.
Regenta la fonda Bagdad y una botica muy cerca de allí.
Id en comisión en mi nombre y decidle que lo necesito
sin demora.
—Haré llegar vuestra orden y recado al secretario
real –respondió el lacayo.
Después de pasar ambos junto a las cocinas, se dirigieron
a una estancia aparte, donde don Rafael aprovechó
para comentarle al lacayo:
—Por último, se me han movido los humores de la
barriga, mi querido Miguel Ángelo. Presiento que, si he
de estar aquí encerrado y todo el día en espera, más de
una vez me pasará esto.
—Esto tiene fácil arreglo, mi señor –dijo el lacayo.
Sentaos. Ya veré qué puedo traer.
Al rato apareció con una jarra de Preble de Cerveza,
de la que tiene la guardia personal de la Reina, un
pan grande de trigo y unos cuencos de barro con jamón,
huevos fritos y friuras de ave, acompañados por otros de
tomate fresco con sal y olivas.
—Creo que esto os aliviará, mi señor –explicó el lacayo.
Don Rafael, entonces, invitó a su lacayo:
—Sentaos y almorzad conmigo, que tengo que hablaros.
Por cierto, no debemos abusar de las olivas, que sueltan
mucho el humor bilioso y empeoran vientos internos.
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Tras probar alguna, continuaron hablando sobre qué
gran Reino era Hispania.
—Como sabéis –dijo don Rafael–, no podemos salir
de palacio ninguno de los dos y sólo estamos en este navío
los dos, para lo bueno y para lo malo, un sanador y un
pintor de Italia, metido a lacayo de palacio y ayo.
Don Rafael interrumpió su discurso un momento
diciendo:
—Excelente cerveza. Sabe más a cebada que la que
bebí y probé en Alejandría. Allí eran débiles y flojas. Ésta,
en cambio, tiene mucho carácter y amargura. En fin, Miguel
Ángelo, necesito comunicarme con los míos en la
Villa de Mayrit.
—No temáis, mi señor –respondió Miguel Ángelo.
Tengo contactos en las cocinas de palacio con un amancebado
al que le estoy enseñando el oficio. Es ya casi licenciado,
pero venido a menos por no tener la sangre
totalmente limpia. Es de fiar.
A don Rafael le salió gracia y luz en sus ojos tras oír eso.
—Cada tres noches –continuó el pintor lacayo–,
duerme una en la Villa, donde acude al taller de don Antonio
de Cantarranas, siendo mi discípulo y aprendiz. El
lugar está situado en un taller del Prado Alto, en la calle
de los Trinitarios, entre la carrera de San Jerónimo y cerca
también del camino de la Puerta de Alcalá. Éste, alguna
vez, se encarga de comprar y elegir verduras y carnes
en la Lonja Mayor para palacio. El próximo viernes, que
es mañana, después del almuerzo del mediodía, llevará
vuestra encomienda y recado.
—Debemos tener cuidado –advirtió don Rafael. He
observado y me lo ha comunicado el Rey que los ojos y
72
oídos espías de la Reina están por todas partes. También
me ha dicho que es gran conocedora de artimañas, venenos
y accidentes, ayudada por su camarilla.
—No os preocupéis –respondió Miguel–, tengo estudiado
que han salido de viaje y me han dicho que hay
gran alivio por esto en cocinas de palacio. La Reina está
en los aposentos de verano, a casi una jornada de aquí
en carruaje. Él llevará la carta. Yo respondo con mi vida
y mis cuadros, si fallara. Decidme: ¿A dónde y cuándo
tiene que llevarla?
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