lunes, 25 de enero de 2021

                                                                   ACTO III

                                                                   ESCENA I

EL REY. —Presentarme a esa actriz de comedias.

DON MIGUEL. — Aquí se encuentra, majestad acaba de actuar para vos y deberíais mi rey conocerla muy bien, pues parece, ha interpretado a vuestra querida esposa. Esa que los holandeses y otros dicen que primero fue novia de vuestro hijo.

LA ACTRIZ. — Majestad con su venía, espero os haya gustado mi actuación, no en vano para vos la cree, lástima que en ese estado de sueños provocados os haya tenido don Luis. Al que veo que mientras puede, sigue firmando libros, yo siempre acudo a actos donde grandes escritores de comedias, asisten o están para alabar o despotricar del autor. Pues esto les place más que hacer el amor con mujeres de buen ver, como yo.

El médico después, se incorpora a la amena tertulia del rey y quienes le acompañan.

DON LUIS. — Sobre todo a uno que su amor paga, cobrándolo en nuevas comedias para su padre, que al fénix hace trabajar en adulterio consentido para proveer las arcas de la familia. Pues no en vano empresario de corrales es y el mejor de todo Madrid.

LA DAMA-actriz. — Perdonar que me fije en vos más detenidamente majestad, no he podido contener mi atrevimiento, he de deciros que sois más guapo en la realidad que cuando os pinta el Tiziano ese. Que tanto adoráis y la verdad que no comprendo cómo os enamoro esa inglesa que, a la vista esta, no posee los encantos, chistes y chismorreos de esta actriz. Que se postra a vuestros pies o donde haga falta, majestad.

LA CAMARERA MAYOR —actriz. — Majestad yo también he de confesaros, espero os haya gustado mi humilde papel, pues la verdad a estas dos solas no se les pueden dejar. Pues su arte roza la alcahuetería, a niveles de maestras examinadas, creo que dejan por los suelos a los mentideros de san jerónimo y otros de esta ciudad. Y que generaciones posteriores, deberían aprender este oficio y cátedra de ellas o ¿aunque ahora que lo pienso mejor?, creo que con esto ya nacemos muchas y muchos, de los que habitamos por estos mundos.

Don Luis. — Si me permitís para mentidero el de ciertas calles de Madrid, que se cruzan y se acercan a la del amigo don Lope y la mía. Donde se ubican algunos miembros de esta academia alcahueta y habitan en ese barrio también, que alguno llama de las letras, aunque como vecinos de sonetos; se muestren de momento entre ellos. Algunos además de escribir versos, y comedias se dan por el trasero en letras, comentando alguno de ellos, como lo dice un espabilado con gafas de doble cubo que algún miembro. Su boda fue más que por amor por carnes y pescados.

LA ACTRIZ. —Esta majestad siempre están así y la verdad tienen celos de don Lope. Que, aunque joven es el mejor, no en vano, ya escribía a los once años y que además sabe no solo versos y comedias de cuatro actos y cuatro pliegos. Si no escribir en sábanas blancas de satén bordadas con lino, donde crea poemas, versados en romances y celos que hace retorcer cuerpos hermosos que a babosos enloquecerían, ¡perdonar la modestia de esta actriz de comedias majestad!

LA DAMA. — Vamos, creo que exageráis cuando decís que además de mandaros al país de los orgasmos, por algunos momentos os hace el amor escribiendo poemas hacia vos. Pues pienso que, si tiene la pluma en sus manos, estas no podrán hacer otras cosas … ¡Ya sabéis, cosas con menos literatura y más meneo! 

                                                       ACTO TEATRAL

                                     ABAJO, LA LEYENDA Y VIVA EL REY.

       Corral de la cruz, el portero se dirige con paso firme a abrir los portones, el pueblo entra empujándose unos a otros, con sillas de nea y algún fruto seco en sus manos. Todos quieren acoger los mejores sitios, la luz de la tarde tiende al ocaso, los ayudantes del corral, enciende los velorios de cera. Y el encargado de la escena enciende los que harán que los actores hoy con nuevos atrezos y telas pintadas para las escenas de la obra. Algunos músicos abajo cerca del escenario afinan laudes y bandurrias, detrás del decorado los actores algo nerviosos se preparan semidesnudos entre trajes y banderas que cuelgan del techo, en ambiente tenso y expectante. Mientras se intercalan bromas entre ellos, alguien invita a beber de un licor de hierbas que han traído de Galicia exprofeso para este día. Pues saben que asistirán de forma anónima para no ser recocidos grandes de España, empresarios de corrales y escritores de fábulas, fantasías y mentiras a ciegas. Algunos aprovechan para tirar los tejos a alguna actriz y otros no necesitan de esto y van directos al grano para descargar la tensión en sus cuerpos. Ante tan grande ocasión, el jefe de escena avisa que ya ha llegado todo el séquito real.

      Que se encuentra en el primer balcón a la derecha del tablao y que a la izquierda se encuentran los poetas, militares y médicos algunos con sus esposas. Y otros con sus mancebías o amantes para esta ocasión, ahora si se da la orden de empezar el acto teatral.

Se abre el telón.

Entra don Carlos lentamente, mientras suena la canción interpretada por algunos músicos sopistas contratados para la ocasión.

    Empieza a cantar el tenor que los representa y pronto, se animan todos.   

                                                         “La leyenda rosa”.

La desgracia ha querido (rem), herir (Mi) a nuestro rey (Lam)

Con alianzas (sol) ya han mentido (do), (Mi) sobre nuestro príncipe (Lam)

Sádico y nos han perdido (La).

Pero (rem) nuestra Reina con su pena (sol) y —el pueblo (do) con su dolor, (Lam) echarán(rem) a los que protestan, (do) con una leyenda (Lam) rosa de estos mis reinos (la).

Ad libitum   Viva el rey (Re), Viva Hispania (La)la leyenda (Mi) es una falsedad (La).

                                     El CORRAL Y EL PUEBLO.

 EL PUEBLO. — ¡Viva nuestro príncipe loco! ¿Por qué te ha encerrado tu padre?

Salen a escena tres damas.

La REINA. — Os saludo, pueblo mío.

EL NARRADOR. — ¡Saludar a la Reina!

El PUEBLO. — Viva la reina, viva nuestro príncipe jorobado tartamudo.

LA DAMA. —¡No debéis dirigiros a si al hijo del rey!

DON CARLOS. — Como sigáis así os cortaré la lengua a más de uno aquí mismo. En este corral que más de comedias parece de ovejas, ¡Postraros ante vuestro futuro rey! Por cierto, pienso ser más fuerte e importante que mi padre y mi abuelo.

LA CAMARERA. — ¡madrileños No disgustéis a don Carlos!

EL PUEBLO. — ¡Encerrarlo y que su padre haga algo pues este reino, no merece tal príncipe, que no nos respeta!

EL NARRADOR. — Atención está entrando a escena, nuestro rey Felipe con su médico don Luis, ambos toman acomodo cerca de la reina.

EL REY. — Tomo nota y he de deciros, ante las calumnias contra este reino por parte de los holandeses y otros, con mentiras imprimidas en panfletos. De que es mentira esa leyenda, que siempre he hecho lo mejor por mi reino y por mi hijo.

LA REINA. — Bueno tanto como lo mejor, a veces no se acuerda ni de mí. Yo que aun casi siendo niña tuve que aguantar el peso de su cuerpo, pero ahora se aleja con otras para no oír los problemas de esta casa.

DON CARLOS. — ¡Si mi padre me ha encerrado!, porque mi tío Juan, le ha contado que yo tenía un plan para matarlo y después convertirme en rey de Flandes apoyado por los rebeldes.

LA REINA. —Nunca se han llevado bien, estos dos amores míos. La verdad que yo me enamore algo del retrato de mi pretendiente y a mi familia le gustaba, pero me casaron con el padre ya mayorcito. Y el problema no es ese; es que se cree enviado por dios para enfrentarse hasta con el papa si hiciera falta. No en vano saqueo hasta roma.

EL REY. — No hay palabras, ni dolor de padre que pueda contarse, ni contarse con palabras debiera. Como las ofensas de mi hijo que el mismo con su carácter me hiciera. Ya me lo aviso mi padre el emperador Carlos al conocerlo en Yuste, lo que se ha fabricado en su mente y su alma no son para rey ni debiera serlo.  He tenido, que tomar decisiones relacionadas con mi mortalidad y su esperanza de vivir. Como la de aquel día en que lo encerré, quitándole cuchillos y una vez más, me ofendió dejando de comer pues así sea.

LA DAMA. — Palabras sabias de un padre y de esto se han aprovechado esos aliados, que lo más común que tienen entre ellos. Es ser piratas no contentos con quitarnos la plata de las Américas y robarnos nuestra historia, sigue con leyendas contra nuestro rey.

DON CARLOS. — ¡Veo que no lo conocéis!, nunca miro por mí, siempre estuvo con sus miedos al infierno, o sea así mismo. Tapando puertas de los infiernos el monasterio es una de ellas, coleccionando huesos de santos, ahora que ya no se venden las indulgencias. Todo el día entre papeles controlando a su reino, con sus libros prohibidos y con su círculo de falsos intelectuales, magos alquimistas y otros —.

LA CAMARERA. — ¡Don Carlos sosegaos y no importunéis a vuestro padre!

DON CARLOS. — Que no lo importune, si es el primero de la lista, de los que han robado de mis aposentos. No me ha querido nunca es frío, como el hielo cuando mi cama cubre para aliviarme de calenturas, solo vive para él. Y tener cuidado pues entre su habla y su sonrisa, solo media el filo de una espada.

LA REINA. —No habléis así Carlos de vuestro padre, que os aprecia.

DON CARLOS. — ¡Vuestro esposo!, si vos misma me contáis que apenas yace con vos y ya sabéis que lo respeto, pero tras oír detrás de la puerta, al consejo de Castilla. Sé que nunca me quiso casar, ni con vos, ni antes con la reina de Escocia y además nunca me hará como me prometió rey de Flandes.

LA REINA, —Carlos vuestro padre, aunque con presura entre rezos y sin desabrocharse cumple, como esposo, aunque menos de lo que quisiera una reina en buen ver como soy yo. Además de ser noble de corazón y halagador, bueno eso también vos me decís y algunos abrazos nos damos. Pues es verdad que en mi mente quedo un gran cariño, como pretendiente que fuisteis a mis caricias y bueno ya sabéis…….

LA DAMA. — Bueno aclararos, que si no va 

a esparcirse por mentideros, que, gracias a vos y vuestros abrazos y caricias al hijo, hasta ahora una reina francesa ¡no solo consuela alguna vez al rey prudente! Si no para los de la leyenda, vamos que don Carlos os mete mano y vos lo usáis, para la paz en esa familia, en el reino y beneficio de vuestras propias carnes y alas.

LA CAMARERA. — No creo yo que mi rey tenga tan poco apego para las cosas de este mundo ya sabéis lo que dicen, algunos médicos del alma. Ya sabéis lo único que nos vamos a llevar en nuestra casa debajo de la tierra, son los cuatro ratos buenos con los amigos y las batallas de amores que hayamos tenido. Y en verdad con regocijo hallamos disfrutado.

En el Balcón del corral don Luis comenta con don Felipe, en presencia de doña Isabel y su séquito.

DON LUIS. — ¿Qué pensáis de todo esto majestad, os gusta esta comedia?, y creéis que servirán para combatir esa mala leyenda de los aliados.

DON FELIPE. — En ello estoy, con gran interés y aunque cosas duras se digan contra mí, la determinación ya está tomada y el destino también. Pues el mío, es el mismo de este reino, aunque para un padre el más duro sea.

En el lado opuesto del corral algunos miembros de la joven academia de las letras de Madrid, comentan:

DON MIGUEL. — Me imagino que don Luis no estará conmigo en que, en esta obra habéis mejorado en algunos aspectos. Como en romper con los patrones clásicos de las comedias, ya sabéis cuatro actos, cuatro escenas y cuatro pliegos, pero en los últimos os habéis renovado de astucias literarias. De traer y hacer hablar a quienes normalmente callan en comedias y libros y solo escriben sobre ellos, los escritores que la mayoría de las veces no los escuchan. O sea, el pueblo y los reyes.

DON LOPE. — Querido Miguel sabéis que os admiro, pero, también sabéis que vuestras comedias son demasiado encorsetadas y rígidas. Al pueblo hay que hablarle en su idioma y de todo lo que más sabe, aunque popular lo fuera, ya sabéis chismes, mentiras de vecinas, amores, ¡Necesita vivir! Pues esta vida nuestra es corta y apremia con diligencia y no morir pensando en infiernos.

Continúan los actores en el escenario…

EL NARRADOR. — Bien sabéis que esta comedia, es para dejar claro algunas mentiras sobre nuestro rey. Aunque no voy a ser yo el que defienda ni sus miedos, ni sus magias y alquimias, pero si al rey de la grandeza de este reino. Y si no que se lo pregunten a algunos que darían otra vez su vida, como lo hicieron en Lepanto contra el turco y más si esta su hermanastro don Juan.

DON MIGUEL. — ¡Así es!, más si el destino como el mío tuvo que huir por afrentas que no ofensas que se pueden perdonar. Y me cortarán una mano, sacándome en burro por la ciudad, soy soldado del rey ¡Viva don Felipe!

DON LOPE. —¡Y vivan sus mujeres!, aunque haya que jugarse la vida en duelos, pues sus curvas alivian, mis rezos.

DON CARLOS. —¡Ya sabéis que mi padre no deja a vosotros pueblo, que ni siquiera a tres calles a mí os acerquéis!, pues teme, que me comunique con los sublevados y os digo que sí. Que es verdad, que intentaron aprovecharse de mis esos holandeses y que, por despecho, jugué a las caricias con la esposa de mi padre mi madrastra. ¡Pero es que antes, era mía! ¿Aunque si he de decir la verdad?, ella solo me mostró buenos sentimientos y algún fuerte tortazo en mi bello rostro.

LA REINA. — ¡No he sido de nadie, solo dueña de mi destino!, que por cierto no era mío. Si no de conveniencias de reinos y estados, asuntos de reales familias y en el fondo una infeliz he sido, eso sí. He cambiado todo el protocolo de esa corte vieja y rancia como es la castellana, con las maneras que me enseño mi madre. Que por cierto es verdad lo que dicen: “Que madre no hay más que una” y además mi madre Catalina era mucho más que esto.

En el balcón del corral charlan.

DON FELIPE. — Menuda es mi suegra, no me tenía respeto, y una matriarca de armas tomar.

DOÑA ISABEL. —Bueno de tu padre no hablemos, que en vez de estar pendiente de su nieto se retiró solo para que no lo molestaran a Yuste con sus relojes, sus cervezas sus banquetes diarios que eran más que comidas. Y sus libros de Cesar, Alejandro y otros.

DON FELIPE. — ¡Bueno de tu padre Enrique, prefiero no hablar ya lo hicimos en batallas!, o es que no recuerdas que El Escorial además de ser la tapadera de una de las puertas del infierno. Es en recuerdo de la paliza que le di a mi suegro en San Quintín.

La DAMA. —Mi señora a palabras necias por muy reales que sean. Oídos sordos y ya sabéis por muy rey que sea, con achaques de dolores de cabeza u otros tenerlo sin desahogos entrepiernas, un tiempo y con vuestra imaginación si hace falta enviarlo a galeras.

 LA CAMARERA. — Mi señora, me parece a mí, que después de sufrir tanto con los corsés esos que le aprietan y le doblan las costillas que flotan. ¡Al final está exenta de amoríos!, ni con el padre ni con el hijo, en Castilla, somos más serias ¡Si, pero solo de día!, de noche nuestros camisones blancos como la leche. Nos delatan y desatan todo tipo de fantasías y nuestros hombres, no tienen queja de nada, siendo nosotras las que casas hacendamos y gobernamos. Y por cierto lo de la otra leyenda la rosa, es mentira además de valientes los españoles son fuertes y aprietan. No solo en batallas, que por cierto no rehúsan en repetirlas, la de los amores y la de las guerras.

LA DAMA. — ¡No como en Juderías, apologías y relaciones, cuentan!, que son bárbaros, cobardes, violentos que rehúyen batallas.

LA CAMARERA. — No hagáis casos a escritos de leyendas de algún secretario despotricado, que celos tendría, pues está claro que por despecho escribió. Con el mismo interés que tenían otros, en que mi rey no fuera el rey de todos, al ser el defensor de una sola religión. Por cierto, la más justa, esa leyenda ha hecho mucho daño aquí y en nuestras Américas. Con los escritos, aunque bien intencionados de don Bartolomé. Pero uno por unas cosas y u otros por otras, no han podido con las mentiras.

 LA DAMA. — ¡Yo creo que esta camarera exagera, tampoco está mi señora todo el día, admirando jardines!, más bien diría yo embelesando miradas de otros en ella, algunos muy babosos, por cierto. Que no interesan que por sus gestos y miradas les delatan como fruta prohibida.


 Grupo teatral La Escuadra Córdoba.



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