ACTO III
ESCENA I
EL REY. —Presentarme a esa actriz de comedias.
DON MIGUEL. — Aquí se encuentra, majestad acaba de actuar para vos y deberíais mi rey conocerla muy bien, pues parece, ha interpretado a vuestra querida esposa. Esa que los holandeses y otros dicen que primero fue novia de vuestro hijo.
LA ACTRIZ. —
Majestad con su venía, espero os haya gustado mi actuación, no en vano para vos
la cree, lástima que en ese estado de sueños provocados os haya tenido don
Luis. Al que veo que mientras puede, sigue firmando libros, yo siempre acudo a
actos donde grandes escritores de comedias, asisten o están para alabar o
despotricar del autor. Pues esto les place más que hacer el amor con mujeres de
buen ver, como yo.
El médico
después, se incorpora a la amena tertulia del rey y quienes le acompañan.
DON LUIS. —
Sobre todo a uno que su amor paga, cobrándolo en nuevas comedias para su padre,
que al fénix hace trabajar en adulterio consentido para proveer las arcas de la
familia. Pues no en vano empresario de corrales es y el mejor de todo Madrid.
LA
DAMA-actriz. — Perdonar que me fije en vos más detenidamente majestad, no he
podido contener mi atrevimiento, he de deciros que sois más guapo en la
realidad que cuando os pinta el Tiziano ese. Que tanto adoráis y la verdad que
no comprendo cómo os enamoro esa inglesa que, a la vista esta, no posee los encantos,
chistes y chismorreos de esta actriz. Que se postra a vuestros pies o donde
haga falta, majestad.
LA CAMARERA
MAYOR —actriz. — Majestad yo también he de confesaros, espero os haya gustado
mi humilde papel, pues la verdad a estas dos solas no se les pueden dejar. Pues
su arte roza la alcahuetería, a niveles de maestras examinadas, creo que dejan
por los suelos a los mentideros de san jerónimo y otros de esta ciudad. Y que
generaciones posteriores, deberían aprender este oficio y cátedra de ellas o ¿aunque
ahora que lo pienso mejor?, creo que con esto ya nacemos muchas y muchos, de
los que habitamos por estos mundos.
Don Luis. —
Si me permitís para mentidero el de ciertas calles de Madrid, que se cruzan y
se acercan a la del amigo don Lope y la mía. Donde se ubican algunos miembros
de esta academia alcahueta y habitan en ese barrio también, que alguno llama de
las letras, aunque como vecinos de sonetos; se muestren de momento entre ellos.
Algunos además de escribir versos, y comedias se dan por el trasero en letras, comentando
alguno de ellos, como lo dice un espabilado con gafas de doble cubo que algún
miembro. Su boda fue más que por amor por carnes y pescados.
LA ACTRIZ.
—Esta majestad siempre están así y la verdad tienen celos de don Lope. Que,
aunque joven es el mejor, no en vano, ya escribía a los once años y que además
sabe no solo versos y comedias de cuatro actos y cuatro pliegos. Si no escribir
en sábanas blancas de satén bordadas con lino, donde crea poemas, versados en
romances y celos que hace retorcer cuerpos hermosos que a babosos
enloquecerían, ¡perdonar la modestia de esta actriz de comedias majestad!
LA DAMA. —
Vamos, creo que exageráis cuando decís que además de mandaros al país de los
orgasmos, por algunos momentos os hace el amor escribiendo poemas hacia vos.
Pues pienso que, si tiene la pluma en sus manos, estas no podrán hacer otras
cosas … ¡Ya sabéis, cosas con menos literatura y más meneo!
ACTO TEATRAL
ABAJO, LA
LEYENDA Y VIVA EL REY.
Corral de la
cruz, el portero se dirige con paso firme a abrir los portones, el pueblo entra
empujándose unos a otros, con sillas de nea y algún fruto seco en sus manos.
Todos quieren acoger los mejores sitios, la luz de la tarde tiende al ocaso,
los ayudantes del corral, enciende los velorios de cera. Y el encargado de
la escena enciende los que harán que los actores hoy con nuevos atrezos y telas
pintadas para las escenas de la obra. Algunos músicos abajo cerca del escenario
afinan laudes y bandurrias, detrás del decorado los actores algo nerviosos se
preparan semidesnudos entre trajes y banderas que cuelgan del techo, en
ambiente tenso y expectante. Mientras se intercalan bromas entre ellos, alguien
invita a beber de un licor de hierbas que han traído de Galicia exprofeso para
este día. Pues saben que asistirán de forma anónima para no ser recocidos
grandes de España, empresarios de corrales y escritores de fábulas, fantasías y
mentiras a ciegas. Algunos aprovechan para tirar los tejos a alguna actriz y
otros no necesitan de esto y van directos al grano para descargar la tensión en
sus cuerpos. Ante tan grande ocasión, el jefe de escena avisa que ya ha llegado
todo el séquito real.
Que se encuentra en el primer balcón a la derecha del tablao y
que a la izquierda se encuentran los poetas, militares y médicos algunos con
sus esposas. Y otros con sus mancebías o amantes para esta ocasión, ahora si se
da la orden de empezar el acto teatral.
Se abre el
telón.
Entra don
Carlos lentamente, mientras suena la canción interpretada por algunos músicos
sopistas contratados para la ocasión.
Empieza a cantar el tenor que los
representa y pronto, se animan todos.
La desgracia
ha querido (rem), herir (Mi) a nuestro rey (Lam)
Con alianzas
(sol) ya han mentido (do), (Mi) sobre nuestro príncipe (Lam)
Sádico y nos
han perdido (La).
Pero (rem)
nuestra Reina con su pena (sol) y —el pueblo (do) con su dolor, (Lam)
echarán(rem) a los que protestan, (do) con una leyenda (Lam) rosa de estos mis
reinos (la).
Ad
libitum Viva el rey (Re), Viva Hispania (La)la leyenda (Mi) es una falsedad
(La).
El CORRAL Y EL PUEBLO.
EL
PUEBLO. — ¡Viva nuestro príncipe loco! ¿Por qué te ha encerrado tu padre?
Salen a
escena tres damas.
La REINA. —
Os saludo, pueblo mío.
EL NARRADOR.
— ¡Saludar a la Reina!
El PUEBLO. —
Viva la reina, viva nuestro príncipe jorobado tartamudo.
LA DAMA. —¡No debéis dirigiros a si al hijo del rey!
DON CARLOS.
— Como sigáis así os cortaré la lengua a más de uno aquí mismo. En este corral
que más de comedias parece de ovejas, ¡Postraros ante vuestro futuro rey! Por cierto,
pienso ser más fuerte e importante que mi padre y mi abuelo.
LA CAMARERA.
— ¡madrileños No disgustéis a don Carlos!
EL PUEBLO. —
¡Encerrarlo y que su padre haga algo pues este reino, no merece tal príncipe,
que no nos respeta!
EL NARRADOR.
— Atención está entrando a escena, nuestro rey Felipe con su médico don Luis,
ambos toman acomodo cerca de la reina.
EL REY. —
Tomo nota y he de deciros, ante las calumnias contra este reino por parte de
los holandeses y otros, con mentiras imprimidas en panfletos. De que es mentira
esa leyenda, que siempre he hecho lo mejor por mi reino y por mi hijo.
LA REINA. —
Bueno tanto como lo mejor, a veces no se acuerda ni de mí. Yo que aun casi
siendo niña tuve que aguantar el peso de su cuerpo, pero ahora se aleja con
otras para no oír los problemas de esta casa.
DON CARLOS.
— ¡Si mi padre me ha encerrado!, porque mi tío Juan, le ha contado que yo tenía
un plan para matarlo y después convertirme en rey de Flandes apoyado por los
rebeldes.
LA REINA.
—Nunca se han llevado bien, estos dos amores míos. La verdad que yo me enamore
algo del retrato de mi pretendiente y a mi familia le gustaba, pero me casaron
con el padre ya mayorcito. Y el problema no es ese; es que se cree enviado por
dios para enfrentarse hasta con el papa si hiciera falta. No en vano saqueo
hasta roma.
EL REY. — No
hay palabras, ni dolor de padre que pueda contarse, ni contarse con palabras
debiera. Como las ofensas de mi hijo que el mismo con su carácter me hiciera.
Ya me lo aviso mi padre el emperador Carlos al conocerlo en Yuste, lo que se ha
fabricado en su mente y su alma no son para rey ni debiera serlo. He
tenido, que tomar decisiones relacionadas con mi mortalidad y su esperanza de
vivir. Como la de aquel día en que lo encerré, quitándole cuchillos y una vez
más, me ofendió dejando de comer pues así sea.
LA DAMA. —
Palabras sabias de un padre y de esto se han aprovechado esos aliados, que lo
más común que tienen entre ellos. Es ser piratas no contentos con quitarnos la
plata de las Américas y robarnos nuestra historia, sigue con leyendas contra
nuestro rey.
DON CARLOS.
— ¡Veo que no lo conocéis!, nunca miro por mí, siempre estuvo con sus miedos al
infierno, o sea así mismo. Tapando puertas de los infiernos el monasterio es
una de ellas, coleccionando huesos de santos, ahora que ya no se venden las
indulgencias. Todo el día entre papeles controlando a su reino, con sus libros
prohibidos y con su círculo de falsos intelectuales, magos alquimistas y otros
—.
LA CAMARERA.
— ¡Don Carlos sosegaos y no importunéis a vuestro padre!
DON CARLOS.
— Que no lo importune, si es el primero de la lista, de los que han robado de
mis aposentos. No me ha querido nunca es frío, como el hielo cuando mi cama
cubre para aliviarme de calenturas, solo vive para él. Y tener cuidado pues
entre su habla y su sonrisa, solo media el filo de una espada.
LA REINA.
—No habléis así Carlos de vuestro padre, que os aprecia.
DON CARLOS.
— ¡Vuestro esposo!, si vos misma me contáis que apenas yace con vos y ya sabéis
que lo respeto, pero tras oír detrás de la puerta, al consejo de Castilla. Sé
que nunca me quiso casar, ni con vos, ni antes con la reina de Escocia y además
nunca me hará como me prometió rey de Flandes.
LA REINA,
—Carlos vuestro padre, aunque con presura entre rezos y sin desabrocharse
cumple, como esposo, aunque menos de lo que quisiera una reina en buen ver como
soy yo. Además de ser noble de corazón y halagador, bueno eso también vos me
decís y algunos abrazos nos damos. Pues es verdad que en mi mente quedo un gran
cariño, como pretendiente que fuisteis a mis caricias y bueno ya sabéis…….
LA DAMA. —
Bueno aclararos, que si no va
a esparcirse
por mentideros, que, gracias a vos y vuestros abrazos y caricias al hijo, hasta
ahora una reina francesa ¡no solo consuela alguna vez al rey prudente! Si no
para los de la leyenda, vamos que don Carlos os mete mano y vos lo usáis, para
la paz en esa familia, en el reino y beneficio de vuestras propias carnes y
alas.
LA CAMARERA.
— No creo yo que mi rey tenga tan poco apego para las cosas de este mundo ya
sabéis lo que dicen, algunos médicos del alma. Ya sabéis lo único que nos vamos
a llevar en nuestra casa debajo de la tierra, son los cuatro ratos buenos con
los amigos y las batallas de amores que hayamos tenido. Y en verdad con
regocijo hallamos disfrutado.
En el Balcón
del corral don Luis comenta con don Felipe, en presencia de doña Isabel y su
séquito.
DON LUIS. —
¿Qué pensáis de todo esto majestad, os gusta esta comedia?, y creéis que
servirán para combatir esa mala leyenda de los aliados.
DON FELIPE.
— En ello estoy, con gran interés y aunque cosas duras se digan contra mí, la
determinación ya está tomada y el destino también. Pues el mío, es el mismo de
este reino, aunque para un padre el más duro sea.
En el lado
opuesto del corral algunos miembros de la joven academia de las letras de
Madrid, comentan:
DON MIGUEL.
— Me imagino que don Luis no estará conmigo en que, en esta obra habéis
mejorado en algunos aspectos. Como en romper con los patrones clásicos de las
comedias, ya sabéis cuatro actos, cuatro escenas y cuatro pliegos, pero en los
últimos os habéis renovado de astucias literarias. De traer y hacer hablar a
quienes normalmente callan en comedias y libros y solo escriben sobre ellos,
los escritores que la mayoría de las veces no los escuchan. O sea, el pueblo y
los reyes.
DON LOPE. —
Querido Miguel sabéis que os admiro, pero, también sabéis que vuestras comedias
son demasiado encorsetadas y rígidas. Al pueblo hay que hablarle en su idioma y
de todo lo que más sabe, aunque popular lo fuera, ya sabéis chismes, mentiras
de vecinas, amores, ¡Necesita vivir! Pues esta vida nuestra es corta y apremia
con diligencia y no morir pensando en infiernos.
Continúan
los actores en el escenario…
EL NARRADOR.
— Bien sabéis que esta comedia, es para dejar claro algunas mentiras sobre
nuestro rey. Aunque no voy a ser yo el que defienda ni sus miedos, ni sus
magias y alquimias, pero si al rey de la grandeza de este reino. Y si no que se
lo pregunten a algunos que darían otra vez su vida, como lo hicieron en Lepanto
contra el turco y más si esta su hermanastro don Juan.
DON MIGUEL.
— ¡Así es!, más si el destino como el mío tuvo que huir por afrentas que no
ofensas que se pueden perdonar. Y me cortarán una mano, sacándome en burro por
la ciudad, soy soldado del rey ¡Viva don Felipe!
DON LOPE.
—¡Y vivan sus mujeres!, aunque haya que jugarse la vida en duelos, pues sus curvas
alivian, mis rezos.
DON CARLOS.
—¡Ya sabéis que mi padre no deja a vosotros pueblo, que ni siquiera a tres
calles a mí os acerquéis!, pues teme, que me comunique con los sublevados y os
digo que sí. Que es verdad, que intentaron aprovecharse de mis esos holandeses
y que, por despecho, jugué a las caricias con la esposa de mi padre mi
madrastra. ¡Pero es que antes, era mía! ¿Aunque si he de decir la verdad?, ella
solo me mostró buenos sentimientos y algún fuerte tortazo en mi bello rostro.
LA REINA. — ¡No
he sido de nadie, solo dueña de mi destino!, que por cierto no era mío. Si no
de conveniencias de reinos y estados, asuntos de reales familias y en el fondo
una infeliz he sido, eso sí. He cambiado todo el protocolo de esa corte vieja y
rancia como es la castellana, con las maneras que me enseño mi madre. Que por
cierto es verdad lo que dicen: “Que madre no hay más que una” y además mi madre
Catalina era mucho más que esto.
En el balcón
del corral charlan.
DON FELIPE.
— Menuda es mi suegra, no me tenía respeto, y una matriarca de armas tomar.
DOÑA ISABEL.
—Bueno de tu padre no hablemos, que en vez de estar pendiente de su nieto se
retiró solo para que no lo molestaran a Yuste con sus relojes, sus cervezas sus
banquetes diarios que eran más que comidas. Y sus libros de Cesar, Alejandro y
otros.
DON FELIPE.
— ¡Bueno de tu padre Enrique, prefiero no hablar ya lo hicimos en batallas!, o
es que no recuerdas que El Escorial además de ser la tapadera de una de las
puertas del infierno. Es en recuerdo de la paliza que le di a mi suegro en San
Quintín.
La DAMA. —Mi
señora a palabras necias por muy reales que sean. Oídos sordos y ya sabéis por
muy rey que sea, con achaques de dolores de cabeza u otros tenerlo sin
desahogos entrepiernas, un tiempo y con vuestra imaginación si hace falta
enviarlo a galeras.
LA CAMARERA.
— Mi señora, me parece a mí, que después de sufrir tanto con los corsés esos
que le aprietan y le doblan las costillas que flotan. ¡Al final está exenta de
amoríos!, ni con el padre ni con el hijo, en Castilla, somos más serias ¡Si,
pero solo de día!, de noche nuestros camisones blancos como la leche. Nos
delatan y desatan todo tipo de fantasías y nuestros hombres, no tienen queja de
nada, siendo nosotras las que casas hacendamos y gobernamos. Y por cierto lo de
la otra leyenda la rosa, es mentira además de valientes los españoles son
fuertes y aprietan. No solo en batallas, que por cierto no rehúsan en
repetirlas, la de los amores y la de las guerras.
LA DAMA. —
¡No como en Juderías, apologías y relaciones, cuentan!, que son bárbaros,
cobardes, violentos que rehúyen batallas.
LA CAMARERA.
— No hagáis casos a escritos de leyendas de algún secretario despotricado, que
celos tendría, pues está claro que por despecho escribió. Con el mismo interés
que tenían otros, en que mi rey no fuera el rey de todos, al ser el defensor de
una sola religión. Por cierto, la más justa, esa leyenda ha hecho mucho daño
aquí y en nuestras Américas. Con los escritos, aunque bien intencionados de don
Bartolomé. Pero uno por unas cosas y u otros por otras, no han podido con las
mentiras.
LA DAMA. — ¡Yo creo que esta camarera exagera, tampoco está mi señora todo el día, admirando jardines!, más bien diría yo embelesando miradas de otros en ella, algunos muy babosos, por cierto. Que no interesan que por sus gestos y miradas les delatan como fruta prohibida.
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